Gastronomía curiosa I

Saludos ¿Sabían ustedes que Zanzíbar, archipiélago perteneciente a Tanzania posee dos records? Uno es el de haber protagonizado contra los británicos en 1896 la guerra más corta de la historia, 37 minutos tardaron en rendirse, y el otro record es gastronómico por ser el primer productor mundial de clavos de olor.

Bien, una vez metido en harina, después de un paréntesis, debido a que, como dicen por ahí en español de nuevo cuño, “me dio un chungo”, retomo los artículos de cocina en esta revista y, tras haber escrito en anteriores números breves retazos de la historia de la gastronomía, he decidido hacerles partícipes de algunas curiosidades de este fascinante campo de la cultura. Para “abrir boca” voy a tratar de aclarar el origen de la ensalada César ya que, en algunos lugares se la hace llegar desde los Césares romanos y en otros del Hotel Caesar’s Palace de Las Vegas en el estado de Nevada, USA.

Hasta hace algunos años era costumbre extendida el que el maître, o algún camarero experto, elaborase la ensalada en el comedor, frente al cliente. Particularmente, en mi larga vida laboral como chef de cocina, nunca he permitido esta práctica ya que no entiendo el por qué el personal de comedor tiene que levantar una salsa haciendo ruido y distrayendo a los demás comensales, solo para tratar de ganarse una propina; hecha esta salvedad, vayamos a la historia.

Una versión muy extendida es que Alex Cardini, chef italiano que vivía en Tijuana, México, y regentaba junto con su hermano Cesar el restaurante Cesar’s Palace, fue el creador de esta deliciosa ensalada allá por los años treinta del siglo XX. Al parecer el 4 de julio de 1930 a la hora del cierre de la cocina, se presentaron unos pilotos norteamericanos y pidieron solamente una ensalada. Cardini, con la mise en place a medio desmontar, y casi sin comida debido a que muchos norteamericanos habían aprovechado la fiesta nacional estadounidense para escapar de la Ley Seca vigente en USA, decidió “echar mano” de una receta familiar con la que su madre les deleitaba en su Italia natal y se la sirvió a los aviadores. A estos les gustó de tal manera que pronto se convirtió en un gran éxito bajo el nombre de “Aviator’s Salad”. Hay que puntualizar que, aunque generalmente se acepta a Cardini como chef protagonista de esta anécdota, muchos nombran al chef Livio Santini como el verdadero creador de esta receta.

Otras versiones afirman que Alex Cardini se presentó a un concurso de gastronomía con este plato que fue distinguido con un premio del jurado.

Lo cierto es que a mediados del siglo pasado, Cesar Cardini, que había emigrado a los Estados Unidos, al ver la popularidad de su ensalada, ya conocida con su nombre, homónimo del restaurante que había dirigido en Tijuana con su hermano, patentó en Los Ángeles el aliño bajo el epígrafe "Cardini's Original Caesar Dressing Mix", que con el paso de los años fue comercializado por la empresa “Cardini Foods” de Culver, en California. Hoy en día, aunque su popularidad ha decrecido mucho, la en salada Cesar, todavía sigue siendo considerada como una receta gourmet... hasta que cambien las inclinaciones de los comensales.

Y es que las modas gastronómicas cambian constantemente. Por poner solo tres ejemplos rápidos, recordemos que el bogavante, apreciadísimo junto con la langosta desde los tiempos del Imperio Romano hasta la Edad Media, durante la cual se le concedían a estos mariscos propiedades medicinales, en los siglos XVII y XVIII perdió su popularidad para pasar a ser considerados “comida de pobres. Sobre todo en la América Colonial eran tan abundantes que incluso eran utilizados como abonos en las huertas familiares. Ya en el siglo XIX, cuando empezaron a escasear bogavantes y langostas encareciendo su precio, su carne delicada volvió a ser apreciada por las clases pudientes convirtiéndose en un manjar de apreciable valor comercial. Por su parte la trufa, muy apreciada desde el tiempo de los sumerios como puede leerse en las tablillas cerámicas de Ur, conocida por los egipcios y cantada por Teofrasto en el siglo III antes de Cristo, perdió tanta fama que llegó a ser conocida en Francia como la patata de los pobres hasta que el rey Francisco I, ya en el Renacimiento, reivindicó su consumo en las mesas de los pudientes. Por último, el salmón, uno de los pescados más apreciados por Escoffier, era tan abundante en la planta de recogida del río Dordoña, en el valle del mismo nombre en Francia, que los obreros de la zona exigieron incluir una cláusula en sus contratos de trabajo por la cual las empresas no podían darles de comer este pescado más de tres veces por semana. La sobreexplotación de este pescado fue tan brutal en ese río que, en los años setenta del pasado siglo, comenzó a desarrollarse un plan para la reimplantación del salmón atlántico en la zona.

Hablando del éxito de algunos productos todos sabemos que la fama de un artículo, comestible o no, se basa en la publicidad. Unas veces es la trasmisión oral, boca a oreja, lo que hace famoso a un plato o a una bebida; pero una ayuda no está de más. Un ejemplo claro lo podemos encontrar en Paul Ricard.

A principio de los años 30, en Marsella, se consumía abundantemente el Pernod, un anisado casi prohibido por su contenido en absenta, que era fabricado a escondidas por cada dueño de bar de la zona marsellesa. Esta bebida clandestina llega a conocerse con el nombre de “pastís”, palabra provenzal de origen italiano, que significa mezcla; pero los resultados de las elaboraciones eran tan diferentes que Paul Ricard se dedicó a perfeccionar una receta unificada que satisficiese a todos.

Trabajando en un laboratorio de fortuna, basándose en la recta de un anisado que fabricaba el abuelo Espanet, que él recordaba en parte, trató de encontrarla y realizar aquel anisado, lo que consiguió a la edad de 23 años. Una vez conseguido el resultado apetecido, ya solo restaba que los clientes fueran conociendo la bebida y aceptándola.

Ricard, creador del “vrai pastis de Marseille”, antiguo alumno de bellas artes, creó el primer cartel anunciador de la bebida para popularizar su consumo; pero consciente de que los camareros eran la clave para la venta de su bebida, diseñó dos estrategias publicitarias verdaderamente originales. En primer lugar, para consumir el pastís “a la marsellesa” el anisado debía servirse con cinco partes de agua fría por lo que el dueño del bar podía vender hasta cincuenta copas de una sola botella ya que los vasos de una capacidad concreta, serigrafiados con la marca, eran regalados por la fábrica al igual que las jarras y botellas para el agua. Pero además, para “obligar” a los camareros a que sirvieran el pastís, colocaba una moneda bajo el tapón y de ese modo, si los bármanes querían hacerse con esa “primera propina”, debían abrir la botella y venderla para destapar la siguiente; ni que decir tiene que las ventas de pastís se multiplicaron en la zona de Marsella extendiéndose después por todo el territorio francés.

Los amantes de la gastronomía conocen perfectamente la existencia de un plato tradicional de la cocina francesa conocido como “Pollo Marengo” y, muchos de entre ellos conocerán la historia de esta receta; para quienes no lo sepan explicaremos que Marengo está situado cerca de la ciudad de Alessandria en el Piamonte italiano. En este terreno, el 14 de junio de 1800 Napoleón peleaba duramente contra los austriacos y, debido a un error del pequeño general francés permitió que sus enemigos rompieran las líneas galas poniendo en duda la victoria; menos mal que, para tranquilidad de Bonaparte, llegó el general Desaix con sus tropas y le regaló una victoria que ya se creía imposible.

La historia nos cuenta que Napoleón tenía una capacidad de concentración prodigiosa y que, durante las batallas, era capaz de aislarse del ruido de los cañones y estudiar los planos sin inmutarse y sin acordarse de comer o de beber. Por esto, al terminar la batalla de Marengo, casi de noche, el pequeño corso pidió que le llevaran algo para comer. Para mala suerte del cocinero personal de Bonaparte, el suizo Dunant, la despensa personal de Napoleón estaba en paradero desconocido debido al tráfago de los movimientos de las líneas de los ejércitos durante la batalla y, para solucionar su problema, envió a unos soldados franceses a la aldea de Marengo para conseguir algo comestible con lo que saciar el apetito del corso; pero después de un año de combates y incursiones, los soldados sólo pudieron encontrar pollo, sal, pimienta, harina, huevos, champiñones, algunos cangrejos del cercano río Po, aceite y tomates.

Durant doró todo en el aceite, elaboró una roux con vino blanco y lo cocinó esperando no ser fusilado. ¿Cuál no sería la sorpresa del cocinero al oír que el plato había fascinado a Napoleón.

De vuelta en París, Durant, en la paz de su cocina, perfeccionó y refinó la receta para hacerla digna de las mejores mesas; pero cuando le fue presentada a Bonaparte, estalló en cólera exigiendo que le sirvieran la receta original, la única que debía pasar a la historia y, según quiere la historia, llamó a Durant para decirle que, el hecho de haber suprimido los cangrejos le traería mala suerte al general. Coincidencias aparte, estas son las razones por la que existe un plato llamado pollo Marengo del que los franceses están muy orgullosos.

Es que nuestros vecinos franceses están verdaderamente contentos con sus logros, sobre todo si hablamos de comidas y de vinos. A propósito de los vinos franceses hay que decir que la mayoría de las viñas situadas en Francia son, en cierto modo, americanas ya que a finales del siglo XIX las viñas europeas fueron casi totalmente destrozadas por la filoxera. A los propietarios de viñas no les quedó más remedio que importar plantas desde los Estados Unidos por lo que, si las cepas son francesas, las raíces son americanas.

Para que algún chauvinista no me saque los colores es preciso puntualizar que las plantas llegadas a Francia desde California, fueron escogidas de entre las que anteriormente se habían exportado de Francia a los EEUU.

Hablando de vino, los franceses fueron los que decidieron que las botellas tuviesen una capacidad de 0,75 litros en lugar de un litro. Esta medida fue tomada por razones comerciales ya que para exportar vino a Inglaterra, las cajas de doce botellas de 0,75 litros representaban 9 litros, es decir dos galones ingleses lo que facilitaba el comercio con la Isla.

Por cierto, las medidas de las botellas de vino que pueden encontrarse en el comercio, expresadas en botellas y litros, son las siguientes: Media botella, 0,375L; Botella 0,750L; Magnum (dos botellas) 1,5L; Jeroboam (cuatro botellas) 3L; Rehoboam (seis botellas) 4,5L; Matusalén (ocho botellas) 6L; Salmanasar (doce botellas) 9L; Baltasar (dieciséis botellas) 12L; Nabucodonosor (veinte botellas) 15L; Salomón (veinticuatro botellas) 18L; Primat (treinta y seis botellas) 27L; Melquisedec (cuarenta botellas) 30L. Ocasionalmente se puede encontrar una botella conocida como Soberano (treinta y cinco botellas) 26,25L.

Cambiando de tercio, para no alargarnos y hablar del nombre puesto a recetas famosas, puntualizaremos que el Carpaccio de buey, creado a principios de los años cincuenta del pasado siglo por el chef Giuseppe Cipriani en el Harry’s Bar de Venecia para servirlo a la condesa Amalia Nani di Mocenigo, lleva ese nombre porque el color del plato es similar al rojo utilizado por el pintor Vittore Carpaccio (1460-1520).

No es de extrañar que habiendo estudiado cocina en Francia la mayoría de anécdotas y datos curiosos que conozco sobre la gastronomía sean del país vecino. Por ejemplo, el croissant, insignia de la pastelería francesa no es de origen francés. En realidad fue creado durante el año 1683 en Viena para celebrar que el ejército otomano fue rechazado dando fin al sitio de la capital austriaca. Los panaderos vieneses fabricaron esta deliciosa especialidad dándole forma de la media luna que aparecía en las banderas de los derrotados. El croissant llegó a Francia en el siglo XVIII cuando el 16 de Mayo de 1770 María Antonieta de Austria se casó con el rey Luis XVI y, a partir de ese momento se adoptó como especialidad francesa. Por añadir algo a este punto diremos que, en Francia, a este tipo de bollería es conocida como “viennoiserie”.

Hace algún tiempo escribí para esta revista un artículo titulado irónicamente “Una cena de navidad para tiempos de crisis”, colocando en el menú lo más caro que podía encontrarse en el mercado (el artículo pueden leerlo en la página web de la revista) pero en cuanto a precios de cenas de Navidad les comento que en el restaurante L’Espadon situado en el Hotel Ritz de París, calificado con dos estrellas Michelin, se ofrece el menú más caro para la cena de fin de Año. La costumbre en este restaurante es la de cobrar un precio que corresponde al año que se festeja, así en 2013 el precio fue de 2013 euros y al año siguiente el precio subió un euro. Por hablar del 2012, el menú de la Noche Vieja consistió en Caviar Beluga aux perles de Vodka ; Saint-Jacques de plongée marinée aux truffes noires avec émulsion de choux romanesco ; Homard bleu façon Thermidor, girolles et cristalline d’estragon ; Turbot de ligne à la truffe blanche d’Alba, fine raviole de potiron et épis d’asperges ; Diamant noir luté et Fine Champagne Ritz; Noisette de chevreuil Grand Veneur, tourtière de foie gras et fruits d’hiver aux zestes d’agrumes ; Chariot de Mont d’Or de Poligny; Croquant de lychee, Pitaya en écume au parfum d’hiver ; Chocolat glacé à l’or fin, fondant de mandarine à l’Impérial. Sin comentarios.

Es hora de poner los pies sobre la tierra y abandonar todos esos precios y platos exclusivos. Hablemos de la ensaladilla rusa presente en bares, tabernas, casas y en el tapeo nuestro de cada día. Hablemos pues de este humilde plato. ¿Humilde? Veamos.

Esta ensalada tiene mucha historia a sus espaldas, la verdad. La receta fue creada en el restaurante de Moscú, el Hermitage, que fue fundado por uno de los chefs más conocidos de mitades del siglo XIX, quien supo darse cuenta de que en aquella ciudad hacía falta un restaurante de lujo: Lucien Olivier. Este chef de origen francés trabajaba para la alta sociedad de Moscú sin ningún tipo de competencia ya que, por aquel entonces, la capital de Rusia era San Petersburgo, y la bautizó como Ensalada Olivier.

En los primeros ensayos de esta receta Olivier la preparaba con una gran cantidad de ingredientes y con un aliño secreto, tan secreto que según dicen los testigos se encerraba solo en una habitación para prepararlo así que, cuando el chef murió en 1883, la receta se creyó perdida para siempre. Si así hubiese sucedido, aquí tendríamos que de decir colorín colorado este cuento se ha acabado pero no: un grupo de forofos de la ensaladilla, encabezados por el chef del restaurante Moscú, Ivan Mikhaylovitch Ivanov, que había aprendido cocina con Lucien Olivier y recordaba aproximadamente la receta, consiguieron reproducirla con éxito a principio de los años 30 del siglo XX por lo que, para ser justos, se debía reconocer a Mikhaylovitch como el verdadero creador de la ensalada Olivier; también es preciso decir que, si la ensalada original contenía muchísimos ingredientes, al final, según reconoce María Mestayer de Echagüe, también conocida como marquesa de Parabere, en su libro “La cocina completa” publicado por Espasa Calpe en 1933, la ensalada rusa es “un conjunto de hortalizas, carne, ave y pescado, condimentados con salsa mahonesa, quedando facultado cada uno para cambiar, sustituir o suprimir tal o cual ingrediente con tal que resulte al final bien surtida”

Bien; por el momento doy fin a la tarea. En próximos artículos seguiremos con el tema.